jueves, 19 de enero de 2012

Bolis azul, negro y rojo

Me encanta mi trabajo. Gracias a Dios encuentro consuelo en lo que hago. Me costó al principio porque enseñar en secundaria (a niños de entre 11 y 18 años) no es fácil cuando tienes veinti pocos años, al menos no lo fue para mí. Ahora lo disfruto enormemente y quiero que mis alumnos aprendan mucho de mi asignatura y de la vida. No de mí, por supuesto, no quiero ser para nada un modelo para ellos. No estoy en mis mejores momentos y aunque lo estuviera. Miro a esos niños y pienso: “cuánto os queda por aprender” y después pienso en los palos que puede darles el destino. Miro a esas niñas de la primera fila que utilizan el azul, el negro y el rojo tal y como expliqué el primer día de clase en septiembre y recuerdo cómo era yo a su edad. Qué importante era utilizar bien esos tres colores para mí. ¡Qué mayor me siento!
Tengo un curso A a los que quiero con locura. Están mis preferidos y, después, están aquellos a los que adoro pero de una forma diferente. Disfruto en cada clase que tengo con ellos, cuatro horas a la semana. Son niños ansiosos de saber cosas y dispuestos a reírse con cada “comentario de los míos” que les suelto entre actividad y actividad. Me encanta mi trabajo, me hace olvidar esa pena que me asalta por intervalos desde que sale el sol hasta que se pone. Cuando estoy con mis niños me río, disfruto enseñando, siento que sirvo para algo más que para ser abandonada y herida y “para SIEMPRE”, como me dijo él. Tocada y hundida, podríamos decir.

Tengo un curso B con niños curiosos y nerviosos que me retan cada día a estructurar las clases de forma que estén motivados. Es difícil captar su atención durante sesenta minutos, son muchos minutos. Aún así creo que la mayoría de los días lo consigo, salgo satisfecha de las clases con este grupo. Me encanta cuando me dicen: “Profesora, este año nos gusta la clase más que el año pasado” o cada vez que todos vienen con los deberes hechos. “Increíble”, pienso. “¿Cómo lo he hecho?” Pues no lo sé, simplemente conectas con ellos. Tú lo sientes y ellos también. Durante estos duros meses ellos hacen que mi vida tenga sentido.

Todavía recuerdo los primeros días después de la ruptura, cuando la seguridad pasó a ser añoranza y, después, cuando la añoranza se convirtió en un dolor intenso que comenzaba en la garganta y bajaba hasta el estómago. Recuerdo los primeros días, cuando esperaba impaciente a que sonara la campana para meterme en el coche y dejar salir esas lágrimas que llevaba reprimiendo toda la mañana. ¡Qué duro Dios mío, qué duro! Y esos cambios de clase cargada de libros en los que tenía apenas unos segundos para comprobar si me había llamado, mandado un mensaje o dado un toque. Nada, nunca había nada. Su respuesta fue, es y será el silencio, la indiferencia y el olvido. “Haz tu vida e intenta olvidarme”, es lo que decía en su último mensaje, el único. ¿Cómo lo hago? ¿Cómo hago para olvidar los últimos años de mi vida? ¿Cómo lo haces tú? Ayúdame a verlo más claro. “Yo no necesito hablar de nada”, es lo que me dijo en nuestra última conversación, la única.

También tengo una clase C). Son mis niños. Mi grupo. Incluso aunque suene repetitivo tengo que volver a decirlo, los adoro. Adoro las manos alzadas de los que siempre son “volunteers”. Adoro ver los diccionarios sobre la mesa. Adoro que siempre estén hechas las actividades y las redacciones. Adoro a los que alcanzan el nivel, a los que casi lo alcanzan y al resto, los que no lo alcanzan pero luchan por hacerlo. Incluso adoro a esos dos que piensan que obtendrán el título de Educación Secundaria Obligatoria por intervención divina. ¿Puedo YO culpar a alguien que espera que algo pase milagrosamente? Está claro, la fe mueve montañas.

Me encanta mi trabajo. Y me encanta conducir hasta allí. Me encantan las clases, los descansos, los desayunos, los “ratitos de charla” con los compañeros, las consultas con más o menos sentido de los alumnos por los pasillos. Me encantan los que trabajan y los que muestran interés. Me encantan los buenos, los regulares y los menos regulares. Me han ayudado mucho. Es mucho lo que les debo por haberme mostrado su “atención incondicional” y sus sonrisas pícaras de quien empieza a vivir, los días buenos en los que enseñar ha sido un placer y los días horribles en los que me esforzaba por explicar tal o cual cosa sin dejar salir esa lágrima que empujaba desde dentro.

Qué alegría al ver que esos a los que las primeras semanas de curso la asignatura les parecía una pérdida de tiempo levantan la mano para participar, aunque la mayoría de las veces sea para decir una respuesta equivocada. Seré sincera, me gusta cuando me preguntan algo sólo para decirme con la mirada: “profesora que estoy aquí, hazme caso, que me gusta”. Y funciona.

Mi día empieza con alegría. A veces necesito esforzarme más por estar feliz y a veces sale solo. Lo reconozco, aún me gusta. Me gusta usar el negro, el azul y el rojo cada uno para lo suyo. Espero que esto no cambie nada porque es parte de mí. Es de lo poco que siento que me queda, de lo poco que no ha cambiado en mí después de esto. Espero conservarlo. Lo demás espero que vuelva pronto, aunque no creo que vuelva a ser la misma después de haberme estrellado contra el suelo de esta manera.


Un consejo: disfrutad de vuestro trabajo, es algo importante en esta situación. Si no tenéis trabajo buscad algo que hacer que os haga levantaros cada mañana con la convicción de que os levantáis para algo. Ayuda mucho. A mí me sirve mucho, cada logro de “mis niños” lo siento como mío y eso me sirve para ir curando a mi pobre corazoncito roto.

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