Ya escribí en su día, de camino a Barcelona lo que suponían estas vacaciones para mí. Había estado deseándolas y esperándolas durante semanas y por fin habían llegado. El verano había sido un tanto extraño ya que, aunque superadas las angustias en su mayoría, aún quedaban algunas penas que llorar y algunas memorias dolorosas que poner en su sitio.
Sin embargo, este viaje tenía que ser diferente. Lo de pillar ofertas se me daba bien y allí estábamos otra vez... a punto de embarcar y meternos un viaje por el cuerpo de esos de alta mar. Llegamos a Barcelona y media hora después estábamos en el puerto. Como tengo la cabeza en las nubes (esto no es nuevo) me olvidé de sacar la documentación al coger el taxi y tuvimos que avistar el barco a kilómetros para saber a qué sitio teníamos que ir (virgencita, estoy fatal). Llegamos y vimos que el barco era muchísimo más pequeño que el de verano, aún así, qué más daba... estaríamos fuera de casa en Navidad, nada de penas ni recuerdos, solo cosas diferentes, comidas y cenas, otra navidad, gente nueva y cero tristezas.
Nos metimos en el barco, soltamos el equipaje en el camarote y nos dispusimos a explorar nuestra "casita" por siete días. Nada que ver con el otro barco, repito... nada que ver. Como viajamos a Barcelona el mismo día para ahorrar una noche de hotel, llegamos bastante tarde, poco antes de que el barco zarpara y teníamos muy poquito tiempo para comer algo. Mmmm, la comida era regularcilla, comida rápida, nada que ver con el otro barco... en fin, también es bueno ser críticos.
No vayamos a olvidar el simulacro de emergencia... me hago mi foto toda mona con el salvavidas y compruebo que parte de la crew no tiene ni idea de dónde debemos dirigirnos en caso de emergencia... BIEN, esto me da mucha tranquilidad. Después de que el Costa Concordia se hundiera apenas un año antes y añadiendo este pequeño detalle, me da una tranquilidad enorme viajar con esta compañía... paso!
Sobre las cinco de la tarde tuvimos la charla en español. Un tipo de "conoce el barco en tu idioma". Sólo para encontrar la sala donde se daba la charla tardé unos 20 minutos. ¿Quién leches es capaz de encontrar algo en el Costa Pacífica? Madre mía, qué locura de nave! La charla no estuvo mal del todo, un poco lenta para mi gusto, pero imagino que algo aprendí... no recuerdo bien el qué, pero seguro que algo.
Poco más dio tiempo a hacer antes de la hora de la cena, segundo turno (9 de la noche) en uno de los dos restaurantes del barco. Me arreglé lo poco que me dejó el cansancio acumulado de todo el día y, tras 20 minutos buscándolo, llegué al restaurante... una delicia de sitio (eso sí que me gustó, tengo que reconocerlo). La cena fue muy buena. Entre los compañeros de mesa, un octogenario marbellí obsesionado con contar a diestro y siniestro que llevaba 82 viajes con costa y que en pocos días emprendería la vuelta al mundo a bordo de otro barco. Esa noche estuba más cansada de la cuenta y no hice mucho más que sentarme en un saloncito a escuchar al pianista. De penas, ni una. De soledad, ni rastro.
Qué buen comienzo. Al día siguiente, Palma de Mallorca!
Quiero volver a ser yo y lo conseguiré.
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